Año 1950.
En una sala silenciosa, decenas de niños yacen dentro de enormes cilindros metálicos.
Solo se ve su rostro; el resto del cuerpo está inmóvil.
Son los pulmones de acero, máquinas que les permiten seguir respirando cuando la polio ha paralizado sus músculos.
Cada inhalación depende del zumbido constante del motor.
Las enfermeras los alimentan, les leen cuentos, les toman la mano.
El metal respira por ellos.
Durante años, la poliomielitis fue el terror de la infancia.
Miles de pequeños quedaron sin poder moverse ni respirar por sí solos.
Pero en medio de esa oscuridad, la ciencia encendió una luz: el Dr. Jonas Salk desarrolló la vacuna que cambiaría el curso de la historia.
En pocas décadas, la polio prácticamente desapareció del mundo.
Y las salas de pulmones de acero quedaron vacías… no por tragedia, sino por esperanza cumplida.
Hoy, esta imagen nos recuerda que cada avance médico es una victoria silenciosa.
Porque la humanidad respira gracias a quienes se negaron a dejar de intentarlo.
Año 1950.
En una sala silenciosa, decenas de niños yacen dentro de enormes cilindros metálicos.
Solo se ve su rostro; el resto del cuerpo está inmóvil.
Son los pulmones de acero, máquinas que les permiten seguir respirando cuando la polio ha paralizado sus músculos.
Cada inhalación depende del zumbido constante del motor.
Las enfermeras los alimentan, les leen cuentos, les toman la mano.
El metal respira por ellos.
Durante años, la poliomielitis fue el terror de la infancia.
Miles de pequeños quedaron sin poder moverse ni respirar por sí solos.
Pero en medio de esa oscuridad, la ciencia encendió una luz: el Dr. Jonas Salk desarrolló la vacuna que cambiaría el curso de la historia.
En pocas décadas, la polio prácticamente desapareció del mundo.
Y las salas de pulmones de acero quedaron vacías… no por tragedia, sino por esperanza cumplida.
Hoy, esta imagen nos recuerda que cada avance médico es una victoria silenciosa.
Porque la humanidad respira gracias a quienes se negaron a dejar de intentarlo.